Sábado, 23 de noviembre del 2024

#Opinión: ¡Dioses de barro!

Por: Mtro. José Carlos Hdez. Aguilar, especialista en Investigación Criminal y Delincuencia Organizada.

La sociedad vive un mundo aceleradamente cambiante y globalizado; lleno de una vaciedad y frialdad sin medida; tan materialista y humanamente frágil que se ha olvidado de esa necesaria paz interior para su sobrevivencia armónica. Ni que decir del aprecio por los valores morales o religiosos tan devaluados por doquier, que claramente podemos ver en todas las redes sociales, no sólo un marcado rechazo hacia ellos sino burlas encarnecidas a cualquier figura de autoridad que los promueva, sustentadas en un misoteísmo sin parar. Esto es, un acérrimo sentimiento de odio a Dios en cualquiera de sus representaciones y que puede extenderse, a personas que se ostenten como sus representantes en la tierra. Obviamente, no es propia de nuestra área de investigación la conducción de una defensa parcial a algún contexto religioso en particular, sino un breve análisis de las motivaciones superiores que mueven a millones de conciencias.

En la actualidad, la mayoría de los países en su áspera lucha de poderes, se mecen en un progresismo totalitario, menospreciando los valores esenciales. Filosofía donde predomina el desarrollo absoluto; la perfección sistémica; el control de los mercados y un estado de bienestar material por encima de cualquier ontología de vida o sistema de virtudes. Asimismo, y desde otro ángulo de observación, abona a esas visualizaciones sobrematerializadas, el que un incuantificable número de personas disfruten cada vez más de un hedonismo sin control. O sea, un estilo de vida donde el bien supremo es el confort y el placer pleno en todo su abanico de posibilidades, rechazando la correcta disciplina y las responsabilidades propias de la cotidianidad.

Como consecuencia, los seres humanos nos hemos acostumbrado cada vez a vivir en un frío individualismo o aislamiento social, donde poco o nada importa lo que pase a las demás personas como la completa indiferencia al dolor ajeno, pero con el paradójico morbo de disfrutar el sufrimiento violento en ellas y hasta de presumirlo compartiéndolo en las diferentes formas de comunicación al alcance, ya como parte de la piel de una sociedad inerte y vacía, que ha aceptado cándidamente en sus entrañas ese proceso cultural de destrucción y muerte.

Por otro lado, y como parte de una cloaca social, nos hemos convertido en seres violentamente sectarios, defendiendo ideas o principios -ya sean justos o injustos- con una intransigencia y fanatismo recalcitrante tal, que no permitimos el menor análisis o crítica por más constructiva que esta sea. Esto es, personas altamente cerrazónicas.

Por ello, ahora todo se convierte en vulgares diatribas, confrontaciones calculadoras; polarización extrema de concepciones de la política, temas o hasta estilos de la vida, que cada día nos lleva con más rencor a estados neuróticos que enfurecidamente nos impulsan a destruir bienes patrimoniales; lesionar y hasta privar de la vida, con tal de imponer con o sin razón, la propia voluntad o la del grupo con el que nos identificamos. ¡Vivimos un mundo tan frágil y emocionalmente pobre, donde absolutamente todo es ofensa, discriminación y extremismo, incluyendo la incómoda verdad!

En otro sugerente orden concatenado, el poder de una nación dominada por un ego desbordado de sus políticos y demás liderazgos públicos, al que llamamos Egocracia, es parte consecuencial de esa divinización etérea de nuestra fatalidad social envolvente, que ha permitido lo que insistentemente teorizamos como los enraizados vacíos de poder.

Sin duda alguna, los valores morales en sus diversas jerarquizaciones doctrinales, colaboran determinantemente en el control, la cohesión armónica y, obviamente en la tan preciada estabilidad de los pueblos. En contraposición, la carencia de ellos son las principales armas para la inminente autodestrucción de los grupos sociales, que se baten en el lodo de la ignorancia, la soberbia, la intolerancia y la falta de respeto a la dignidad humana.

Ante ese real panorama y sin disertaciones doctorales, sucintamente podemos deducir que los nuevos dioses de barro, son el progresismo obcecado, traducido en un enfermizo y frívolo materialismo; la corrupción y egocracia en el poder, que por ningún motivo permiten crecer a una nación ávida de soluciones inmediatas; el hedonismo y egoísmo sin control, que necesariamente incuba intransigencia, soberbia, irrespeto, indisciplina y muchos casos, hasta la ya referida ignorancia social, llevándonos a un ermitaje social, que nos hace disfrutar de un individualismo egocéntrico, sin importarnos lo que pase fuera de nuestro contexto; la violencia y la delincuencia, que como monstruo de ciencia ficción, nos asfixia poco a poco; la sectarización radicalizada dentro de la sociedad, que nos ha vuelto devastadores de todo y de todos. Y así podríamos fatalistamente enumerar muchos males sociales ¡pero esto no es el fin de nuestra humilde opinión! Aunque respetuosamente podemos asegurar que todos pudieran estar circunscritos en los mencionados.

¡Toda esa fétida argamasa, que como apócrifo dios de tierra es agigantado cada vez más por la misma sociedad, ha hecho que nuestro país sea un putrefacto reservorio de una infernal maldad que no cede -y de continuar así- no cederá jamás!

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